Una de Bryce

¿Escribiría lo mismo, hoy, el gran Jorge Manrique?


"Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar/que es el morir". Gracias a estas célebres coplas, que Jorge Manrique escribió reflexionando sobre la muerte de su padre, en la cultura hispánica no existe metáfora más citada y aludida sobre el extraño oficio de vivir que la fluvial. "Allí van los señoríos/derechos a se acabar/y consumir; allí los ríos caudales,/ allí los otros medianos/y más chicos/allegados, son iguales/ los que viven por sus manos /y los ricos".

Era típica de la Edad Media, época de irrefutables desigualdades sociales, esta apelación de la igualdad de los hombres ante la fatalidad y la muerte, no para centrar la atención compasiva sobre los pobres, por cierto, sino para concienciar a los ricos de que, a pesar de sus enormes privilegios, no iban a poder llevarse sus poderes y riquezas al otro barrio. Hoy en día, en cambio, aunque la desigualdad social persiste, la idea de que todas las vidas son igualmente preciosas está, a menos sobre el papel, universalmente reconocida. Lo cual, como es obvio, no quiere decir que se practique.

Si Jorge Manrique hubiese nacido en nuestro tiempo, creo que no pondría el énfasis en este punto. El poeta moderno, más escéptico, menos moralista, definitivamente no gastaría sus versos pontificando sobre la igualdad entre los ríos. Dudaría, incluso, de la validez de la propia metáfora fluvial. Y es que no cualquier río sirve para explicar la vida humana. Existen ríos de un itinerario tan caudaloso y formidable que ninguna vida humana los igualaría, ni la del más sabio o poderoso. El itinerario de una vida humana no es comparable para nada al itinerario del Nilo o del Amazonas. La metáfora del río solo es aceptable si nuestras vidas humanas son comparables a esos ríos menores que difícilmente se abren paso por nuestra costa desértica. Ríos frecuentemente secos y frágiles, de curso tan complejo, dubitativo e instrumentalizado como cualquier vida humana, sea esta feliz o desgraciada. ¿Acaso existe o ha existido alguna vez un individuo de la talla del Amazonas, con una vida larguísima, repleta de experiencias caudalosas, con centenares de enriquecedores afluentes, con un itinerario en progresión creciente, fecundador de la selva, fertilizando en su avance como una diosa madre, aunque mostrándose también rabioso como un dios antiguo, y resentido como un dictador, pero también generoso y esforzado como un libertador?

Un río de verdad, no hace falta que sea el Amazonas, basta con nuestros dignísimos Ucayali o Huallaga, un río de verdad, digo, cuanto más avanza, más huertas y campos riega, más frescor regala, más ciudades acoge en su seno, más diversidad promueve, más beneficios reparte. Francamente, no conozco a ningún ser humano con este caudal. Ni tan siquiera del discreto caudal del timorato río Rímac.

Ciertamente, existen y han existido siempre humanos de empuje extraordinario. Científicos, santos, artistas, filántropos, pacificadores, descubridores o buenas personas. Serán campeones del progreso, creadores de belleza, autores de justicia, conquistadores del porvenir, sí; pero el bien que regalan es intencionado: fundado en su ambición individual o en un sentido ético. El bienestar que los humanos promueven revierte estrictamente sobre la propia especie. Los ríos, en cambio, son completamente indiferentes a los efectos de su recorrido. No tienen objetivo moral ni pretensión benéfica. La energía positiva de los ríos, por el contrario, es magníficamente arbitraria, casual, despreocupada. Nada distingue el fértil bienestar que procuran los ríos del tremendo malestar que provocan huracanes, tifones o volcanes. Los fenómenos naturales tienen una existencia maravillosamente azarosa. El universo entero responde a este azar, tan absurdo como prodigioso. A diferencia de los hombres, los ríos son indiferentes a su propia existencia. Tienen toda la libertad del mundo para dejarse ir agua abajo. ¡Qué descanso sería para los seres humanos esta curiosa libertad obligatoria!

Al contrario de lo que pensaba el gran Manrique, donde menos se parecen los humanos y los ríos es en la manera de morir. En sus últimos tramos, la persona acostumbra perder toda su energía, sus fuerzas dimiten. La persona enferma, se agota o, simplemente claudica. En cambio la desembocadura es el momento más espléndido de la vida fluvial. Antes de llegar al mar, el río, más fuerte que nunca, pero también más plácido, retrasa el final, concediéndose perezosos meandros de placer. Si acaba en delta, multiplicado en diversos brazos, el río no solo fertiliza la tierra, sino que la amplia. Si muere en forma de estuario, el río se feminiza. Dejándose penetrar por el mar, recuerda el estuario la ambigüedad esencial de la naturaleza. Recuerda que la sal y la dulzura no son tan diferentes, que el dolor y el placer no son sino variantes de un mismo abrazo, que la vida y la muerte son la cara y la cruz de la misma moneda.

Alfredo Bryce Echenique

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